viernes, 8 de agosto de 2008

¡Oh gloriosísima Ana!


 

En Triana, guarda y collación de Sevilla, se venera desde hace ocho siglos a la abuela de Dios. Así se la conoce popularmente en el barrio, con esa mezcla de campechanía y respeto que el pueblo tiene por las cosas grandes.

En la semana más calurosa del mes, se celebra su novena que llena a rebosar las naves del centenario templo. Y afuera, a la par, la Velá de Santa Ana, esa que ahora los progres del laicismo quieren llamar de forma cursi Velá de Triana. 


Vano afán de inútiles es querer cambiar lo que lleva centurias llamándose de una manera. Pese a quien pese, la fiesta está ligada a la celebración de los cultos a la patrona y dueña del barrio: la Madre de la Esperanza, nuestra Señora Santa Ana.
Junto a la Virgen de los Reyes, Santa Ana es la otra gran devoción gótica de la ciudad. Diríase que como unas santas Justa y Rufina, sostienen también los puntales de Sevilla: cada una en su orilla y por en medio el río. Son sus manos entrelazadas, manos de Madre e Hija, manos de reunión y de encuentro. En estos días vuelven a Triana los exiliados a la fuerza, los desterrados por las circunstancias.
La torre de Sevilla y la torre de Triana, frente a frente se miran y quedan atadas por los pleitos homenajes que se hacen estas dos señoras mutuamente: que si grande fue la Hija, no menos magnifica fue la Madre.

Entre tantas y bellas advocaciones pasionistas, las dos imágenes, suponen un remanso de calma y de paz. Entre tantas lágrimas y puñales traspasando corazones, bocas entreabiertas de dolor y gritos ahogados en el pecho, sus sonrisas serenas y algo enigmáticas, sus ojos grandes y curiosos, nos hablan de los días de Nazaret, cuando el Niño era simplemente eso, un niño.

Escrito por Amparo Rodríguez Babío

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