lunes, 25 de agosto de 2008

Un poco de historia de Semana Santa

En la Edad Media europea las formas del asociacionismo religioso eran múltiples y sus públicas manifestaciones rozaban con frecuencia la heterodoxia. Desde mediados del siglo XIV, una serie de acontecimientos históricos convulsionaron la estructura del sistema feudal. Desastres naturales, epidemias, escasez y revueltas populares contribuyeron a fomentar una conciencia generalizada de inestabilidad, expresada en toda una serie de manifestaciones en las que había una imagen central: Dios castigaba a los hombres por sus pecados, de ahí la necesidad social e individual de reconciliarse con Él haciendo penitencia, es decir, purificándose.

Desde este punto de vista, se hace inteligible la aparición de numerosas organizaciones cuyo objetivo principal era el autocastigo público, ejemplarizador. Las procesiones de flagelantes que recorrían los campos y ciudades europeos fueron quizás la versión más llamativa del fenómeno, pero no puede olvidarse que, junto a esto, diversos tipos de asociaciones adoptaban fórmulas menos inquietantes para la jerarquía eclesiástica, con actividades centradas en la caridad y el culto. No puede soslayarse tampoco la importancia que el franciscanismo y, en general, las órdenes mendicantes tuvieron como propiciadores y canalizadores de una religiosidad popular altamente emotiva. El culto a la Pasión de Cristo adquirió una gran importancia como modelo a imitar si quería lograrse la salvación y fueron muchas la hermandades que se formaron con esté propósito. Según su base social, las cofradías podían estar formadas por clérigos, nobles, miembros de un gremio o por individuos de una minoría racial, como, por ejemplo, los negros o los mulatos, abundantes en la Sevilla de los siglos XVI y XVI

La jerarquía católica, preocupada por las graves desviaciones y difícil control de tales manifestaciones, optó, ayudada por el poder civil, por reprimirlas, a la par que fomentaba modelos de más fácil vigilancia, tanto organizativa como doctrinalmente. La práctica del Vía Crucis, popularizada en toda Europa a lo largo del siglo XV, fue introducida en Sevilla en 1521 por don Fadrique Enríquez de Ribera, primer marqués de Tarifa, a su regreso de un viaje por Tierra Santa. La primera estación se situó en su palacio, que desde entonces sería conocido popularmente como Casa de Pilatos, dado que fue en el pretorio romano de Jerusalén donde comenzó el camino de Jesús hacia el Gólgota. En 1630 el tercer duque de Alcalá trasladó la duodécima estación hasta el Humilladero de la Cruz del Campo, un templete levantado por el asistente Diego de Merlo en 1482 y que todavía cobija una cruz realizada por Juan Bautista Vázquez «el Viejo» en 1571. Cada estación estaba indicada con cruces negras y altares portátiles con su texto correspondiente en una tablilla. En la actualidad, el viejo trayecto está señalizado con azulejos. El Vía Crucis supuso un hito en la historia de las hermandades de la ciudad, al establecer, por primera vez, un espacio marcado para el desarrollo de la penitencia pública.

El Concilio de Trento y, sobre todo, la posterior legislación, junto con la prohibición de muchas ceremonias y representaciones teatrales pasionarias, fomentó un esquema corporativo sometido a una reglamentación que la jerarquía debía sancionar. Se intentó asegurar este control mediante disposiciones relativas al decoro de imágenes y cortejo, sirviéndose para ello de penas que pasaban por la excomunión y la reducción. Aspecto especialmente problemático era la diversidad de recorridos que las cofradías realizaban. El Sínodo de 1604, presidido por el Cardenal Niño de Guevara, sentó las bases del modelo a seguir, y para una mayor vigilancia se obligó a que todas las de Sevilla pasaran por la Catedral y las de Triana por la Parroquia de Santa Ana.

Pese a que el poder civil ayudó en todo momento al cumplimiento de tales ordenanzas, la repetición de las prohibiciones a lo largo del siglo XVII demuestra que los conflictos con el poder eclesiástico no habían cesado, si bien éstos no provenían de la forma organizativa sino del comportamiento de la corporación en la calle, es decir, durante la procesión pública.

La pervivencia de estas actitudes fue considerada por los gobernantes ilustrados un problema de orden público y, por tanto, de Estado, por lo que a partir de 1700, sobre todo durante el reinado de Carlos III, se promulgaron leyes que afectaban al decoro público –eliminación de antifaces y disciplinantes, por ejemplo- y, en 1783, tras un decreto general de extinción, fueron obligadas a redactar nuevas reglas que tenían que ser visadas por la jurisdicción real. Desde este año hasta 1805 el Estado propició la desaparición de los gremios y, por consiguiente, de las hermandades a ellos vinculadas. De igual modo, las de la nobleza suavizaron su carácter clasista y admitieron a elementos de la burguesía, que veían en ello una manera de ascenso social. El resultado de estos avatares fue que las cofradías barrocas, definidas por su carácter cerrado –en la del Silencio, por ejemplo, se prohibía la entrada a moriscos, negros y mulatos-, comenzaron a cambiar de base social y a adoptar un modelo abierto. Al desvincularse la cofradía del gremio y de un grupo social exclusivo, comenzó el proceso que culmina con la unión hermandad-barrio.

El siglo XIX fue el escenario de los más graves conflictos de las cofradías con el poder civil. Acontecimientos históricos como la ocupación francesa en 1808 y los embates de los gobiernos liberales contra asociaciones que consideraban afectas al Antiguo Régimen, significaron una aguda crisis para las cofradías. El resultado de la misma fue la extinción de muchas de ellas desde mediados del siglo XVIII hasta la primera mitad del XIX, periodo en el que hermandades de profunda raigambre, como las de la Antigua, Crucifijo de San Agustín o la Vera Cruz, prácticamente se disolvieron y dejaron de procesionar. A esto hay que añadir un profundo declive económico, debido al expolio e incautación de sus bienes, en múltiples casos muy cuantiosos. 

Pese a todo, otros hechos vinieron a determinar el resurgimiento de las cofradías, en especial el interés de ciertos munícipes por hacer de las procesiones un foco de atracción turística, en consonancia con la creación del mito romántico sobre la ciudad. Cierta aristocracia, como los Duques de Montpensier, de la familia real, sostuvo activamente a las hermandades y su ejemplo fue seguido por los burgueses ennoblecidos. Este apoyo se renovó de forma definitiva tras la Restauración (1875-1898). No puede soslayarse tampoco la respuesta que la Iglesia Católica dio en estos años de crisis social, reforzando cultos y devociones, en especial la Concepcionista, dogma que se proclamó en 1854, a la par que se explicitó la dependencia y subordinación de las cofradías al poder eclesiástico.

Perdidos sus bienes y transformada la base social, el problema era sin duda el de la financiación. El interés de los comerciantes locales, en consonancia con el del propio ayuntamiento de la ciudad, propició desde el último tercio del pasado siglo las subvenciones a las hermandades como única medida para asegurar el desfile anual, ya que, salvo algunas como las del Gran Poder y el Silencio, las demás se hallaban en tal estado de postración que no podían garantizar su presencia. Estas ayudas se concedían atendiendo al número de pasos que la cofradía ponía en la calle y al exorno de los mismos. Tal apoyo significa que la valoración que el poder civil hacía de las procesiones de Semana Santa había cambiado, entendiéndose éstas no sólo como simple actividad religiosa sino como algo de vital importancia para la economía local. Así, los desfiles penitenciales se integraron en el programa de las fiestas primaverales, de reciente creación entonces -la Feria de Abril se organizó por primera vez en 1847. La política de subvenciones culminó, casi un siglo más tarde, cuando el beneficio derivado de la utilización del suelo público, es decir, las sillas y palcos instalados en el trayecto oficial, pasó, en 1968 y 1980 respectivamente, al Consejo General de Hermandades y Cofradías. La desaparición de los conflictos con el poder civil y el proceso de institucionalización de la Semana Santa han supuesto un aumenta del número de cofradías, pues se reorganizaron algunas que estaban extinguidas y se crearon otras nuevas, a la par que se renovaba y hacían nuevos enseres con un claro sentido: garantizar la suntuosidad y magnificencia de los desfiles. Inserta la celebración pasionista en un contexto marcadamente festivo desde principios de nuestro siglo, la procesión anual ha pasado a ser la actividad central de las cofradías y la cuestión del decoro procesional el único punto de roce con la autoridad eclesiástica, que no ha cesado de amonestar a aquellas hermandades en cuyos cortejos lo religioso y lo festivo son aspectos no diferenciados.

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