domingo, 12 de septiembre de 2010

PELLÍZCAME

PASIÓN SEVILLA

Faltan 216 días para el Domingo de Ramos. Había tomado el último sorbo de su café en taza de la Cartuja cuando ya le había cambiado la última cifra al calendario con la cuenta atrás de lo que queda para la Semana Santa. Él cumplía años, cada vez, con más velocidad pero le seguía pellizcando el corazón ese vivir de la espera y… morir de la fugacidad. Cuanto más se aguardan las cosas, antes se marchan.

Iba esta mañana hacia a la Basílica, por las calles de cera resbaladiza por las que Ella había pasado. Venía de poner sus labios, como todos los viernes, en el talón más desgastado por el cariño del tiempo.

Por el camino venía pensando en aquel hijo de la locura que puso sus manos, meses atrás, sobre el Señor de Sevilla. ¡La cosa está muy mal!... Venía por el Pumarejo contando los mendigos que se reparten el pan del comedor de las Hijas de la Caridad. El problema es que por la puerta de atrás entran, cada vez, menos mendigos y más padres de familia hambrientos porque Dios aprieta pero la crisis ahoga.

Él no era macareno. Se había criado en la Puerta Osario entre San Roque y los Negritos. Cada viernes, tenía su cita de obligada necesidad con el Gran Poder. Pero, en los últimos meses, había añadido al itinerario sentimental de su agenda llegar hasta la orilla del Arco y beber allí de una fuente de agua que no hay sequía que la agote porque su manantial es la Esperanza.

Esta mañana, cuando venía por San Luis había escuchado a una mujer de la calle decirle a otra que estaba en un balcón:

- ¿Has visto a la Esperanza en el paso?



- ¿Hoy?, ¿Para lo de Sor Ángela?, contestó la vecina algo confusa.

Aquel hombre no sabía bien de que iba la historia. Apenas leía la prensa, no se le veía en los bares ni en el diccionario de su memoria había agregado la palabra internet. Pero le bastó comprobar cómo la mujer del balcón cogió, rápidamente, el monedero y bajó las escaleras sin acordarse de los achaques.

Lo cierto es que, al llegar a la Basílica, fue a buscar, como todos los viernes, al Cristo de manos atadas en las que él mismo veía las calamidades de una sociedad a la que tenían anudada desde hace años.

Pero fue cruzar el atrio y empezar a ver en los ojos de los que salían del templo el color con el que pintan el Jueves Santo. No había mantillas ni romanos de escolta, ni en los árboles colgaba el azahar ni el paso tenía la cera recién colocada. No había banderitas en la solapa ni globos en la puerta. Parecía, sólo parecía, que no estaban los ingredientes del óleo con el que el Jueves Santo acostumbra a maquillarse. "Pellízcame" le decía aquel hombre a la señora del carro de la compra con la fruta recién comprada. Y es que, por no haber, no había ni palio… pero estaba Ella y eso bastó para creerse que su calendario estaba equivocado o que había tardado 216 días en llegar desde el Gran Poder a la Macarena.

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