Madrid todavía suena a JMJ, con algunos actos rezagados y con el desmontaje de la impresionante maquinaria que ha funcionado con perfección. No era fácil en pleno agosto en una ciudad como Madrid y los responsables se llevan un diez. Madrid puede organizar lo que quiera. Se ha visto. Y no ha habido ni problemas graves por el calor ni por la lluvia ni por el movimiento de este millón largo de jóvenes que se han comportado también de diez.
Le duela a quien le duela, los únicos incidentes han sido provocados por los intolerantes. Algunos se han quejado de que frente a las imprecaciones y las amenazas en la vía pública, los jóvenes respondieran diciendo que rezaban por ellos o que Dios les amaba. ¡«Nos insultaban gravemente!» llegó a decir uno de ellos...
La inmensa mayoría de los ciudadanos que viven agosto en Madrid han aceptado las indudables molestias y han compartido sonrisas con los jóvenes de todo el mundo. No sólo por las transmisiones de televisión y los miles de periodistas acreditados que han dado una excelente imagen de España, sino porque el más de medio millón de jóvenes peregrinos extranjeros que nos han visitado se llevan una idea de España que contarán a los suyos y guardarán en su alma. Serán los nuevos prescriptores de España y futuros visitantes. Un éxito.
Pero por encima del valor del impacto de la marca España, está el fondo de la cuestión que es, seguramente, la que más duele a esos pocos, intolerantes. Ha sido una avalancha de peregrinos, jóvenes, universales y ejemplares. Todos somos peregrinos en busca de nuestra trascendencia: unos la ponemos en Dios, otros la ponen en otras creencias y sólo a los menos no les importa esa trascendencia. Estos jóvenes, libres, conscientes, creyentes, han demostrado que, sin distinción de raza, color, sexo, lengua, nación, opinión política o clase social, les une la universalidad de la fe católica y nos han dado otra lección: hay que ser exigentes con nosotros mismos y ninguna diferencia debe impedir que hagamos un real mundo mejor para todos los ciudadanos. Todos cabemos en este mundo. Han dado un ejemplo de educación y de civismo.
En fin, la expresión de fe de esta Jornada Mundial de la Juventud es real, se toca, se ve. La Iglesia Católica, la española incluida, ha cometido errores, tiene que mejorar muchas cosas, tiene un problema serio de comunicación, tiene que salir más a la calle, pero cuando hace las cosas bien, funciona. Madrid ha sido la gran Plaza de la Esperanza. Que no se acabe nunca.
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